Me encontraba caminando apresurado por llegar a la oficina. Las calles estaban en arreglo, por lo cual todo el conjunto de gente que trabajamos cercanos a la plaza de mayo, debíamos desviarnos por pasarelas improvisadas que aglomeraban aún más a la gran masa viviente.
De pronto mi paso se vio interrumpido por un chico que se encontraba jugando con un viejo casete de música. Estaba atando un extremo de la cinta al costado de la pasarela; y con el otro extremo se dirigía hacia el otro costado. La cinta del casete quedaba como una barrera impidiendo el paso del apresurado gentío, que por una cuestión del destino, venía liderada por mí mismo.
-A ver querido, si te corres para allá, así podemos pasar.- Le dije en un tono que rozaba la intolerancia. Nos miramos solo un instante. Desfruncí el ceño y seguí caminando.
El chico era de los que llaman con capacidades diferentes. Este hecho que no debería tener relevancia alguna, incrementó aún más una incesante cadena de sentimientos encontrados.
Comencé a mirar a mi alrededor y observé lo que hacía varios meses venía observando. Pero fue ese día, ese instante el que me llevó a la reflexión. Cada vez más y más personas armaban sus pequeños espacios debajo de las recovas, que los edificios que custodian la plaza mas famosa de la Argentina, tienen. Algunos se desperezaban, otros continuaban durmiendo.
Una señora recostada en el piso apoyaba su espalda sobre la pared. Comía un pedazo de pan o factura que tal vez otro como yo le había regalado; y le arrojaba a las palomas las migas. Se la veía tan feliz.
Continué observando, recordando y dejando volar mi imaginación. Pensé en lo afortunado que era en tener un techo, en poder enviar a mis hijos al colegio, en tener un trabajo, en fin… en no haberme caído del sistema social. En no ser uno de ellos.
Pero la felicidad de esa señora regalando sus migas a la paloma me llevo a pensar en la felicidad y en la tristeza. Yo no me sentía feliz, de hecho me encontraba triste, hasta diría con vergüenza de todo lo que tenía con respecto a ellos.
Entendí que la felicidad no proviene de lo material.
Recodé al chico que jugaba feliz con solo una vieja cinta de casete, que como cualquier chico del planeta tiene derecho a jugar. Por otro lado sus padres o tutores tienen la obligación que lo haga en un sitio adecuado, la obligación de enviarlo a un colegio, más aún en ese horario en el que su felicidad y su derecho al juego, chocaba con el derecho a transitar mío.
Pensé en sus padres, en la falta de contención, en sus problemas, en la responsabilidad, en el responsable. Cada una de estas cosas desencadenó un sinfín de sensaciones.
La casa rosada nos miraba de frente… y no hacía nada.
-¿De donde vendría toda esa gente?- me pregunté.
Invente historias que en resumen describían una familia muy humilde de una zona alejada a la gran capital. La ilusión de venir para aquí; y la desilusión de no encontrar un sitio para ellos. El venir porque el hambre los había tomado de sorpresa, quien sabe porque y a esa altura, no importaba porque.
La capital… llena de gente, una casa al lado de otra. -Alguien nos dará una limosna.- Tal vez pensaron. Estaban en lo cierto. Su felicidad probablemente radicaba en conseguir la tan esperada limosna.
Otra vez la felicidad y la tristeza. No importa tu poder adquisitivo ni tu cultura.
Pensé en mi casa, fui mas allá y pensé en mi barrio, en la sociedad en la que nací, en el pago de los impuestos, en la capital, en el país. Recordé los hospitales llenos de extranjeros que vienen a atenderse, porque su realidad no es tan buena como la nuestra. Pensé en los derechos y obligaciones.
La casa rosada seguía allí… indiferente al despertar de los cirujas.
martes, 26 de mayo de 2009
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Muy bueno te felicito!
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